Doña Vicenta

Eduardo Torres
4 min readNov 3, 2020

Querida Francisca,

Leí con mucha atención tu cuento titulado “Um Grande Engaño”; me gustó muchísimo, me pareció muy interesante tu propuesta de escribirlo como las anotaciones del diario de un hombre mayor.

Ya con solo empezar la lectura, me causa admiración que una niña tan joven como tu tenga la sensibilidad y la capacidad de percibir que, si un hombre mayor y duro como debe ser un policía, escribe en su diario sus “sentimientos más profundos”, a la gente le parecerá extraño y que, para seguir adelante haya que hacerlo sin que “importe lo que digan los demás”.

Ya en esta primera página hay una lección de vida que le da sentido a leer tu cuento.

Me gustó también el ritmo de la historia, su sentido del humor y el final, que te lo agradezco, en mi nombre y en el de los demás lectores, a mí también me encantan los finales felices.

En uno de los pasajes haces una descripción magnífica, de alguien que tenía “los ojos azules transparentes y brillantes como el mar”; debo decirte que me emocioné al leerla, aunque para mí, no pueden ser los ojos de un portero torvo de “mirada siniestra”; son por el contrario los ojos de una anciana dulce y amorosa, Doña Vicenta, la mama del Ingeniero Hernán Duarte Esguerra, mi primer patrón, a quien conocí hace muchos años cuando recién graduado de la universidad tuve mi primer trabajo en Barranquilla.

Te haré un breve resumen, era el año de 1977, yo había llegado a la ciudad unos seis meses antes, en noviembre de 1976, emocionado, pues después de batallar mucho había conseguido un trabajo, mi primer trabajo. Aquella empresa era muy particular, pues era muy “desordenada”, no había un espacio físico de oficina, tampoco había bodega ni taller, de manera que los equipos y algunos materiales estaban diseminados en diferentes patios donde si bien no cobraban renta o esta era muy baja, con frecuencia saqueaban los equipos y las cosas se perdían.

Además, la nómina de los trabajadores no se pagaba a tiempo. En cualquier otra empresa aquello habría sido un desastre; esa situación tan incómoda se superaba por supuesto al realizar el pago, pero también por el trato amable, respetuoso y considerado que el Ingeniero Hernán deparaba a sus trabajadores, que en realidad lo veían como el “padre de la familia”.

A pesar de mi inexperiencia, entendí que aquel desorden no podía continuar y me propuse pagar la nómina de los trabajadores puntualmente y alquilar una casa que nos sirviera de oficina, bodega, taller y vivienda.

Como teníamos una limitación presupuestal importante, encontramos una casa con un buen terreno en un barrio marginal de la ciudad donde los precios eran más asequibles. La tomamos en alquiler y la adecuamos de manera tal que además de una bodega y taller, tendríamos una pequeña oficina, vivienda para el mecánico con su familia y un apartamento anexo que destinamos para alojar visitantes.

El ambiente de trabajo era familiar, tanto que, si yo estaba en la oficina a la hora de comer, invariablemente lo haría en la casa del mecánico, pues su mujer servía la mesa para su familia y para mí.

Aquel ambiente era tan amable que el dueño, cuando venía de visita a Barranquilla ya no se alojaba en hotel sino en el apartamento preparado para visitantes.

Un día, el dueño de la empresa nos anunció que, de manera temporal, alguien de su familia se movería al apartamento de visitantes.

Fue cuando conocí a Doña Vicenta, una anciana amable de ojos azules transparentes y brillantes como el mar. Doña Vicenta, la madre del dueño de la empresa, era enfermera, siendo joven había vivido en Santa Marta donde se casó y nacieron sus hijos, cuando estos crecieron ella se fue a vivir a las Antillas, a la isla de Curazao, y después a Holanda. Ya retirada, había decidido regresar buscando un clima más benigno y aunque era una mujer muy independiente, añoraba el trato cálido y cercano de los caribeños y pensaba que en Barranquilla a donde su hijo viajaba con frecuencia gozaría de compañía con independencia.

Escuchar sus historias en las tardes al terminar la jornada de trabajo era como mirar el mundo, además de sus viajes por el Caribe y por Europa, era una mujer que había roto esquemas y tabúes. Sus ojos cobraban un brillo especial cuando rememoraba esas épocas.

Un día nos anunció que recibiría la visita de dos de sus nietas que vendrían desde Holanda. Estarían en Barranquilla un par de semanas. Por aquella época había llegado a trabajar en la ciudad Edgar Laverde, un joven paisano y amigo de infancia de mi pueblo, No tuve que hacer mucho esfuerzo para convencerlo de que me acompañara en el plan de hacerles a las nietas la vida tan amable cono fuera posible en su paso por la ciudad.

Ingrid y Maria, las nietas de las que ya teníamos alguna imagen por cuenta de los relatos de su abuela, eran más bonitas y amigables de lo que nos podíamos haber imaginado. Fueron un par de semanas inolvidables, de fiestas y paseos a las playas cercanas de Santa Marta y Cartagena, tiempo en el que la simpatía inicial se transformó en un bonito romance con la complicidad un tanto alcahuete de la abuela.

Ingrid y María regresaron a Europa y ni Edgar ni yo cumplimos con la promesa de escribirles e ir a visitarlas.

En aquella época estaba de moda la canción “Chiquitita” del grupo sueco ABBA; aun hoy, cuando escucho esa canción, mi memoria regresa a Barranquilla, a María, mi María y puedo ver a Doña Vicenta sonriente, con la felicidad reflejada en sus ojos profundamente azules y brillantes, como el mar Caribe en los días esplendidos del verano.

Querida Francisca, te doy las gracias nuevamente pues la lectura de tu cuento me ha permitido hacer esta amable evocación del pasado,

Recibe un cariñoso abrazo,
Eduardo

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Eduardo Torres

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