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La guitarra de Dalmiro Landázuri

Eduardo Torres

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Dalmiro Landázuri era un carpintero de obra, en mi concepto, el mejor con el que yo trabajé. Maestro de un oficio que está desapareciendo o desapareció por completo.

Lo conocí en la construcción de la Fábrica de Cementos Paz del Río, él se encargaba de confeccionar las formaletas de madera que se necesitaban en la obra y particularmente en mi caso, las que se requerían para hacer ciertos elementos como los marcos de las aberturas y recesos en los silos que construíamos utilizando formaletas deslizantes de Lambertini, que tenían tableros metálicos.

SADE, la empresa para la que trabajábamos impulsaba el uso de formaletas metálicas, el sistema ACROW y el sistema OUTINORD, estábamos, tal vez sin saberlo, cimentando y presenciando los inicios del fin de su oficio.

Dalmiro, era no solo carpintero de formaletas, era también un ebanista fino; fabricaba muebles con los retales de las formaletas y las maderas desechadas de los guacales usados, dependiendo del diseño, podían ser incluso muebles muy finos y bien elaborados, era un maestro en el arte de los ensambles.

Dalmiro tenía una afición muy especial, fabricaba guitarras. Era un “luthier” y de los buenos, porque no solo las fabricaba, las tocaba.

Daniel Greniez, el Director de la Obra, un ingeniero francés, muy serio, muy exigente, caminaba frecuentemente por la obra, generalmente solo, observándolo todo muy atentamente y siempre llamando la atención porque la calidad de los acabados no satisfacía sus expectativas, pasaba con frecuencia por la carpintería a revisar las formaletas que fabricaba Landázuri, y se quejaba de los costos, Dalmiro siempre pedía madera fina, “cedro macho” o “amarillo” porque según él, estas maderas no se deformaban o se deformaban muy poco con la humedad y el agua de los concretos; el Ingeniero Greniez también reclamaba por el tiempo que se empleaba haciendo las formaletas y los atrasos en la entrega de las mismas a los frentes de trabajo y enfatizaba en el impacto que esos atrasos tenían en el cronograma de ejecución de la obra y en su reprimenda tal vez haría algún cometario echándole la culpa del atraso al tiempo que debería demandar la fabricación de la guitarra, siempre inacabada, que se encontraba colgada de alguna percha en la carpintería.

Dalmiro construía sus guitarras de manera similar a como Aureliano sus pescados de oro. Terminaba una e iniciaba de inmediato otra. Claro que, con tanto trabajo en la obra, terminar cada guitarra podía tomar un semestre, de pronto más.

En la obra había un grupo de personajes muy particular, en la oficina técnica, por la parte mecánica Albero Pabón en tándem con Liévano y en la parte civil Guillermo Ospina con Albero Olaya, en los equipos y servicios generales, Jairo García, en el campo, los supervisores argentinos encabezados por el señor Belga y los supervisores colombianos Monroy y Espitia, los maestros de obra Vicente Holguín y Hernando Cubillos, mi compañero de deslizados Víctor Reina, un equipo extraordinario de trabajo y a la vez de eximios “mamagallistas”, cada uno con su sello personal, unos con la chispa permanente, otros de chispazos ocasionales, demoledores.

Los sábados de quincena de pago, era común que, en la tarde, después de terminar la jornada de trabajo, en las cercanías de la obra se organizara un piquete, un asado generalmente hecho en una parrilla también confeccionada en la obra con retales de varillas de construcción, asado que transcurría alegremente escanciado con unas buenas “polas”. No había que preocuparse de nevera o hielo, porque en aquel tiempo las cervezas eran buenas al clima y a “pico de botella”.

Los “jefes” no asistían a estas reuniones, que se habían bautizado como el “centro cultural”.

Sin embargo, un sábado, el centro cultural contó con la presencia excepcional de Daniel Greniez, quien al cabo de unas cervezas comenzó a destapar su lado amable, lo que permitió que pasáramos de la conversación más o menos formal a los chistes y de los chistes a las canciones, y claro que con las canciones la guitarra de Dalmiro.

A Dalmiro, como todo carpintero que se respetase, le faltaban algunas falanges, perdidas noblemente en la sierra, batallando con la madera.

Después de varias canciones, y de repente, en una pausa, el ingeniero Greniez le lanzó la pregunta a Dalmiro, en su español con característico acento gutural francés:

“Landazuri, y Usted, ¿cómo fue que se lastimó los dedos?”

Y en ese silencio profundo que a veces se forma en medio del bullicio, un silencio en el que se puede sentir el aletear de una mariposa y se palpa la expectativa en los rostros de cada uno de los presentes, como en cámara lenta, el “Negro” Landázuri, sonriendo, abrazando su guitarra, con una luz de ebriedad alegrándole el brillo de los ojos, con su más profundo acento chocoano le contestó:

“Rasgando la guitarra, Ingeniero”.

Ese día, Dalmiro se ganó la medalla de oro del centro cultural.

Esta anécdota la he escrito como un regalo de cumpleaños para la joven escritora Francisca Vilaca, teniendo en mi mente a las entonces pequeñas niñas Charlotte Y Jessica Greniez y por supuesto a Vicky y a Daniel.

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Eduardo Torres

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