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Las Mercedes

Eduardo Torres
9 min readNov 13, 2020

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A Fernando Padierna y a Aurelio Rendón, treinta años después, gracias siempre.

Por años he tratado de recordar el apellido de Fernando, esta semana vino a mi mente, clarísimo, Pernía, pero Fabio Carmona, un común compañero de andanzas me aclaró, no es Pernía es Padierna, si, Fernando Padierna, el Administrador de las obras que hicimos en 1990 como parte de la ampliación de la Fábrica de Cementos Rio Claro.

La fábrica está localizada en la vereda de Jerusalén, en jurisdicción del Municipio de Sonsón, en Antioquia, pero geográficamente y socialmente tiene más cercanía, influencia e interacción con los municipios de San Luis en las estribaciones de la montaña y Puerto Triunfo en la rivera del Rio Magdalena y especialmente con los corregimientos de Doradal y Las Mercedes, en la zona geográfica conocida como el Magdalena Medio Antioqueño.

En esa zona, el Rio Claro es una maravilla natural, pues el lecho del rio es de mármol, el cauce transcurre en medio de un bosque tropical de exuberante belleza y hay una serie de cavernas y ríos subterráneos que son un atractivo para espeleólogos, biólogos, turistas y aventureros.

El Rio Claro marcaba la frontera entre la zona controlada por los paramilitares, del rio hacia el oriente hasta el Rio Magdalena, esto es Puerto Triunfo y la zona controlada por la guerrilla del ELN, del Rio Claro hacia el Occidente, la zona montañosa, se podría decir que San Luis.

Pablo Escobar había sido por mucho tiempo el claro dominador de la zona, de hecho, una de sus posesiones más preciadas era la Hacienda Nápoles en Doradal, pero para esa época estaba en guerra contra el estado y en esa vorágine ya estaba enfrentado con sus antiguos aliados, las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio que, comandadas por Ramón Isaza, se habían hecho fuertes en la región y tenían su centro de operaciones en el corregimiento de Las Mercedes.

Cementos Rio Claro, una empresa del Grupo Argos, tenía más de 20 años de establecida en la zona, era de hecho la empresa más influyente en la región, no solo por los aportes de impuestos y por la generación de empleos directos e indirectos y la demanda de servicios y suministros locales sino por el apoyo directo a las comunidades a través de su departamento de relaciones con la comunidad que después se convirtió en la Fundación Social de Cementos Rio Claro, programa que era manejado por Luz Dora Ramírez, una mujer extraordinaria, que murió unos pocos años más tarde, asesinada en San Luis por guerrilleros de las FARC, víctima de la irracionalidad del conflicto armado que todavía asuela al país.

Yo trabajaba con Conconcreto SA, como Director de la construcción de las obras civiles de la segunda línea de producción, teníamos nuestras oficinas y campamentos de obra en el área de la fábrica, área debidamente protegida, por razones de seguridad industrial y de seguridad física, aislada con un muro perimetral y que solo era accesible a través de las porterías, donde se surtía un exigente proceso de identificación y verificación para el ingreso.

Sin embargo, un día estando en mi oficina, se presentó un hombre vestido de paisano, sin uniforme de trabajo y me espetó: “Ingeniero Torres, esta noche lo espera Don Ramón Isaza en las Mercedes”.

A mí se me encalambraron las piernas, pero haciendo gala de una calma que no tenía, le dije al emisario, “Por favor dígale a Don Ramón, que esta noche no puedo atender su invitación, porque estoy saliendo de viaje a atender otro compromiso”.

El tipo me miro con algo de sorpresa, me dijo, “Usted verá” y sin más salió de mi oficina.

El hombre se fue caminando como si estuviera en su casa y yo me quede sentado en mi escritorio, atornillado a mi silla, sabiendo bien lo que significaba el cruce de mensajes.

Después de unos minutos pensando que hacer, tomé el maletín con mis documentos, pasé por la oficina de Fernando y le dije, sin ninguna explicación, que salía de inmediato de viaje para Bogotá. No hizo ninguna pregunta; salvo que era Jueves, mi viaje no era inusual, mi familia vivía en Bogotá y yo habitualmente viajaba en mi campero los Viernes en la tarde a visitarlos y regresaba a la obra los Domingos en la noche.

Aquel Viernes madrugué a las oficinas de Conconcreto en Santa Bárbara, le expliqué al gerente de la empresa en Bogotá la situación y recibí una respuesta de este tenor; Usted no está obligado a asistir a esa reunión, si lo hace es por cuenta y riesgo suyo. No hubo como hacerle entender al gerente que aquella invitación no era excusable, al final terminó diciéndome, palabras más palabras menos, que yo era libre de tomar la decisión de regresar a la obra o renunciar al trabajo.

En realidad, con mujer y tres hijos, ¿quién puede renunciar?

Aquel fin de semana no hubo comentarios sobre el trabajo en casa, no valía la pena alterar la cotidianidad con una preocupación adicional, me tomé una libertad si, en lugar de viajar el Domingo en la noche lo hice el Lunes de día. Era además más seguro; al llegar a la fábrica, fui directamente a las oficinas de la Gerencia de la Planta.

El ingeniero Aurelio Rendón, escuchó con mucha atención mi relato, y me ofreció ayuda, era algo muy simple pero muy importante, cuando se concretase la visita a Las Mercedes, iría en un carro de los que estaban al servicio de la fábrica, uno que fuera de la región, uno que fuera operado por un trabajador de ese corregimiento. Me dio además mucha confianza explicándome que la compañía tenía como política la de no acceder a ninguna pretensión que implicara dar dinero, pero era abierta a estudiar la colaboración con las obras que beneficiaran a la comunidad.

No paso mucho tiempo de haber regresado a mi oficina cuando llegó, tan de improviso como el anterior un nuevo mensajero.

La instrucción era perentoria, ese día, tarde en la noche, debería ir a Las Mercedes para entrevistarme con Don Ramón Isaza. Le dije al mensajero que atendería la reunión. Y este se retiró de mi oficina, como el anterior emisario, caminando como si fuese alguien de la casa.

En aquella época no había teléfonos celulares, de modo que las comunicaciones no eran tan inmediatas como son ahora, pero la planta disponía de servicio telefónico de larga distancia nacional, entonces, llamé a mi cuñado Fernando Samudio, a Cúcuta donde el vivía y de manera breve (por razones del tema y porque las llamadas, particularmente las de larga distancia eran breves) le conté de mi cita nocturna y le pedí que en caso de que algún evento sucediera se hiciera cargo del cuidado de mis hijos.

A continuación, me reuní con Fernando, Fernando Padierna el Administrador de la Obra y le comenté el asunto con todos los detalles.

Mi plan era ir solo, pero al terminar mi relato, Fernando me dijo, “Ingeniero, Usted no va solo, yo voy con Usted”.

No creo haberle insistido mucho en que no fuera, era una oferta muy valiente, generosa y conveniente.

En los campamentos de obra, los horarios son tempraneros, se desayuna temprano en la mañana, se almuerza al filo del mediodía y se cena entre seis y siete, y a más tardar, a las diez de la noche ya prácticamente todo el mundo está durmiendo pues al siguiente día hay que madrugar.

Parece que en el mundo de la guerra el horario es a la inversa, la cita era a la hora que nosotros habitualmente nos acostábamos, de manera que hacia las nueve nos embarcamos en la camioneta que nos llevaría de la fábrica hasta las Mercedes, el trayecto no era largo, tal vez unos veinte kilómetros, pero no queríamos llegar tarde, y tampoco sabíamos, pero nos imaginábamos que habría retenes; nos sorprendió que la primera parada fuera a la salida de Jerusalén, era el comandante de las autodefensas de esa zona, todo el mundo lo conocía, era lo que se dice un “secreto a voces”; amable la parada y el primer trago de aguardiente, “Ingeniero, que gusto verlo, ¿se toma uno?”.

Íbamos en una camioneta Toyota, de esas que son la cabina con una sola banca y el platón; el conductor en su puesto, Fernando en el centro y yo en la ventanilla derecha. No conversábamos, estábamos ensimismados en nuestros pensamientos, no había música, solo el ruido del motor y del carro transitando por la carretera. La vía está trazada sobre una topografía de colinas, no hay casi tramos rectos, pero las curvas son suaves, es la transición de la planicie del valle del Rio Magdalena a las montañas de la cordillera central. En esas carreteras donde la vegetación circundante es muy frondosa, independientemente de si la noche es con luna llena o el cielo esta nublado, la obscuridad es casi total; solo las luces dela camioneta alumbrando el camino y la cabina en penumbra, los tres pendientes del camino.

La segunda parada fue poco después de desviarnos de la carretera que llaman “Autopista Medellín-Bogotá” ya en ramal que conduce a Las Mercedes. Allí el diálogo no fue tan amable, la primera pregunta fue al conductor de la camioneta, las siguientes al pasajero dela ventanilla derecha, ya no era, como en Jerusalén, un solo hombre sin armas visibles, sonriente y amable, esta vez eran varios, serios, nerviosos, armados hasta los dientes, eran más de los que veíamos, estábamos rodeados y se notaba que había otros hombres vigilando el entorno, el que nos hablaba estaba comunicado con su radio portátil con alguien más, a quien le reportaba.

Después de varias preguntas, un cometario, directamente al conductor, “Sigan”; sin ningún atisbo de simpatía, solo ese escueto “Sigan”.

Y seguimos, no solo continuamos la marcha, sino que nos mantuvimos en silencio.

El ramal a Las Mercedes era realmente angosto, me parecía que la topografía un poco más quebrada y el estado de la vía destapada, lamentable. Avanzábamos muy despacio, zangoloteándonos a medida que el conductor esquivaba los baches y las cárcavas de la carretera. Y con ese estado de la carretera aún más pendientes del camino.

Nos esperaba otro retén, me pareció que no era numeroso, pero estaban mejor armados y menos nerviosas, esta vez, las preguntas me las hicieron directamente, era claro que estaban verificando las repuestas dadas en el anterior reten, la pregunta final me sorprendió, ¿Vieron algo en el camino?; la
respuesta obvia, No señor, no vimos nada.

Y esta vez, “Sigan, los están esperando” y como en un retén militar, una señal de despedida con la mano al ala del sombrero.

Unos pocos minutos después llegamos a Las Mercedes, como la mayoría de los poblados pequeños de Antioquia y de la región andina en Colombia, está dispuesto alrededor de una plaza en la que hay una iglesia y a la que desemboca invariablemente la carretera. El alumbrado púbico iluminaba precariamente las calles, a esa hora todo estaba ya cerrado, excepto la cantina de la plaza, que como la de casi todos esos pueblos de tierra caliente, tiene también mesas con sillas en la parte de afuera. En esa plaza, cerca de la cantina terminó nuestro viaje, el conductor se detuvo y apagó el motor.

Fernando y yo desembarcamos y alguien se nos acercó; “buenas noches, sigan y esperan en la cantina, Don Ramón está ocupado y los atenderá más tarde”, y sin más, se marchó.

Entramos a la cantina, Fernando y yo saludamos al unísono a los presentes con un “buenas noches señores” y nos aproximamos a la barra.

El cantinero, amable, nos dijo, “siéntense señores, ¿qué les sirvo de tomar?”

Nos acomodamos en una mesa, nos dimos cuenta de que todos los presentes estaban armados, no solo con sus armas cortas, todos estaban preparados con sus armas largas de dotación y aunque aparentaban no mirarnos, era claro que éramos el centro de sus miradas.

Le pregunté a Fernando que quería tomar y como coincidimos en el gusto, pedimos media botella de aguardiente.

La mesa en la que nos sentamos estaba cerca de la mesa de billar, así que después del segundo aguardiente y como la mesa de billar estaba desocupada, decidimos jugar un poco, para calmar la tensión, para tener un tema intrascendente de conversación y mantenernos sobrios.

Ni Fernando ni yo éramos buenos jugadores, pero creo que aquella noche, ante la mirada escrutadora del auditorio jugamos nuestro mejor juego, tal vez no hicimos muchas carambolas, pero eran decentes las tacadas, a pesar de la situación, el pulso era seguro, sin que nos temblara la mano.

No sé cuánto tiempo pasó, pero poco a poco el lugar se fue desocupando, de pronto apareció la persona que nos recibió y nos dijo, “Hoy tenemos una emergencia y Don Ramón no los puede atender, váyanse”.

Pagamos la cuenta, nos embarcamos en la camioneta donde el conductor nos había esperado durmiendo y emprendimos el regreso, hicimos el viaje en silencio y sin paradas, esta vez ya no hubo retenes.

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Eduardo Torres

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