Remedios
En Remedios, las mujeres decían que la bonanza solo había dejado pobreza, putas y paludismo.
Seguramente habrán dicho lo mismo en todos los pueblos por donde pasó “la fiebre del oro”, o algo similar y aun más duro los que han sufrido otras bonanzas, la del banano, la del algodón, la del café, la de la marimba, la del petróleo, la de los oleoductos, la de la coca…
A este pueblo del Nordeste antioqueño se llegaba por carreteras sin pavimentar desde Medellín, Puerto Berrio o Caucásia. Era inseguro ir en carro particular y el bus tardaba unas ocho horas para recorrer los casi 200 kilómetros desde cada ciudad.
También se viajaba por avión, treinta minutos de vuelo al aeropuerto de Otu, y quince en campero hasta la cabecera municipal.
Aces, una aerolínea paisa especializada en vuelos regionales ofrecía dos o tres vuelos diarios desde Medellín.
Al embarcar, se presagiaba ya el talante de la gente y la naturaleza de la región. El “avión” era en realidad un pequeño bimotor Fokker, tal vez una veintena de sillas, para el “recién llegado” resultaba curioso ver como algunos pasajeros, entregaban sus revólveres al piloto, quien se los devolvería al desembarcar.
Como la principal actividad de la zona era la minería de oro, la mayoría de los viajeros eran comerciantes que compraban el oro en las fundiciones de los pueblos y lo vendían en Medellín en el Banco de la Republica o en el mercado libre.
Desde el avión se podía ver como la selva retrocedía ante la tala de los árboles y como en medio del tapete verde de la selva aparecían, en desorden, manchas amarillo rojizo de tierra revuelta y los ríos limpios que desde el aire se ven verdosos, se transformaban de pronto en ocre terroso.
La minería que se desarrollaba era empírica, oportunista, devastadora. La mayoría trabajaba buscando los filones en el aluvión en los ríos, unos cuantos lo hacían tras las vetas, excavando socavones en las montañas.
La imagen mas conocida de los buscadores de oro es la de los “batuqueros”, gentes que, metidas entre el agua de un río, tratan de separar las pepitas de oro de la arena que han puesto en un platón. “Lavan el oro” dicen.
Como casi todo en nuestro país, pasamos “de la mula al avión”, los mineros de oro, de la “batea” al “entable”. Retroexcavadoras, motobombas, canal de lavado y captación del oro con mercurio. Sin estudios ambientales, sin prospección, sin planes de explotación, al “ojo”, al azar, a lo “macho”, acabando con todo a su paso, desertizando, amparados en que “hago en lo mío lo que me de la gana”, en la ausencia o con la complicidad de la autoridad, una vega desaparece en unas pocas semanas, de la tierra fértil no quedan sino piedras y pozos con agua estancada, criaderos de mosquitos propagadores de malaria y lo que no se ve, mercurio regado en los lechos de los ríos.
Si hay suerte, si se “enguacan”, de la noche a la mañana, millonarios, al pueblo, a pagar las deudas, a los que prestaron para armar el entable y a los que fiaron para mantener la familia, una mesada para la mujer o para la mamá para el mercado del mes y para la ropa de los hijos o de los hermanos menores, por supuesto comprar un “fierro”, una buena pinta, y a gastar sin freno, pues “tenerse” es llamar la mala suerte, y a celebrar en el burdel, “cierren las puertas que todo va de cuenta mía”, trago, música, putas, y al
despertarse, tan pobre como antes, y a reiniciar el circulo.
La guerrilla del ELN, casi acabada en Anorí, recuperada y fortalecida con el chantaje a la industria petrolera, paulatinamente había copando la zona, ya para entonces su área de influencia se extendía desde el Magdalena medio al bajo Cauca y al bajo Magdalena.
Ante la ausencia o la debilidad del estado, ejercían sus funciones. “Impartían” justicia, y cobraban impuestos, como la mafia, daban “protección”.
No eran muchos para el área que “dominaban”, se imponían aterrorizando a la población, con cierta frecuencia asesinaban a alguien del lugar, por vicioso, por ladrón, (limpieza social), por informante, por negarse a colaborar, por no pagar “la vacuna”, por sospechoso.
Habían incrementado su presencia en al área por la construcción del Oleoducto Colombia, como los contratistas extranjeros se negaban a pagar la cuota de protección quemaron los campamentos, por lo que las obras de construcción estaban suspendidas entre Puerto Berrio y Caucasia.
En jurisdicción de Remedios casi a medio camino hacia Segovia se construiría una estación intermedia, “la trampa de raspadores”.
Con la idea de que a un pequeño contratista nacional los elenos le permitirían trabajar, llegue un día como encargado de la construcción de la estación intermedia.
Al comienzo y durante un buen tiempo los únicos forasteros ajenos a la minería éramos solo tres personas, el topógrafo, el cadenero primero y yo. Nos movilizábamos en un campero de los que prestan el servicio de transporte público, la gente que nos colaboraba era del pueblo y la mayor parte de los recursos eran locales, de modo que en realidad no hubo oposición y pudimos iniciar las obras.
Un día al terminar la jornada necesité el servicio de un camión pequeño. Cuando llegué al pueblo, ya estaba oscureciendo, recorrí las calles hasta que vi uno como el que necesitaba estacionado frente a una casa.
Llamé a la puerta, me indicaron que podría encontrar al dueño del vehiculo en la plaza del pueblo. No me dieron su nombre.
Es costumbre en esos pueblos de tierra caliente, al caer la tarde, que los vecinos y amigos se encuentren en los cafés, ubicados casi todos en el marco de la plaza con las mesas afuera del establecimiento, como unas “terrazas”.
De mesa en mesa, fui preguntando por el dueño del camión amarillo parqueado en la calle ‘tal”.
“No sabemos”; imperaba, por razones obvias, la ley del silencio: no se, no vi, no oí.
Por fin, una pregunta como respuesta “¿Para que lo necesita?”
“Para ir hasta la trampa de raspadores” — dije y a continuación expliqué el motivo.
Uno de los hombres dice que él es el dueño del camión, pero que su jornada terminó y esta disfrutando de unos tragos con sus amigos.
Es evidente que él no se moverá de su silla, es también notorio que estoy azorado; la tensión generada en la gente por mi búsqueda ha desaparecido y el grupo ahora disfruta de la situación.
Me pregunta “¿Sabe manejar?”
“Claro que si”, contesto.
Entonces saca de su bolsillo el llavero con las llaves del camión y entregándomelas me dice:
“Vaya, resuelva su problema”.
Al regresar casi dos horas después, le pregunté “¿Cuánto le debo?”
Me dijo, “¡Nada, hombre!”
Les invite a un trago y me hicieron lugar en la mesa. En ese momento dejé de ser un forastero.