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Sopresas te da la vida

Eduardo Torres

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I- Berdugo verdugo

Calamar es una población del Departamento de Bolívar, en Colombia, en las riberas del Rio Magdalena, donde se inicia el Canal del Dique, que comunica el Rio Magdalena con la bahía de Cartagena.

En la época de oro de la navegación fluvial, Calamar fue una población floreciente, esa era la imagen que el Profesor Napoleón Henríquez, mi profesor de geografía en el Colegio de bachillerato de Zipaquirá, nos transmitió de su pueblo natal. “Calamar es lo máximo”, decía con una sonrisa que le iluminaba la cara.

La realidad a finales de los setentas era distinta, las ciudades y poblaciones ribereñas habían experimentado un proceso paulatino de deterioro y despoblamiento desde mediados de los cincuentas. La desforestación de las riberas y la sedimentación del cauce del rio habían reducido a un mínimo la navegación y el rio causaba estragos cuando se crecía en la época de lluvias.

Hernán Duarte construía unos espolones para proteger la población de los embates del rio que estaban erosionando la orilla y amenazaba con desbarrancar el pueblo y un tablestacado para garantizar la estabilidad de la cimentación del puente sobre el canal del dique en la carretera Calamar –Ponedera; vía entonces en construcción y que acortaría apreciablemente el recorrido entre Sincelejo y Barranquilla.

Yo trabajaba como Ingeniero Residente de esas obras, que eran relativamente pequeñas y poco complejas, razón por la cual también atendía las obras de construcción del puente sobre el rio Fundación en la población del Reten, Magdalena, cerca de Aracataca.

Vivía en Barranquilla, convenientemente equidistante de las dos obras, y donde se hacían todas las labores administrativas relacionadas con los contratos, pues estas obras estaban controladas por la Seccional del Ministerio de Obras Públicas ubicada en esa ciudad.

Viajaba alternativamente un día al Norte, a El Reten y al día siguiente al Sur, a Calamar, el día intermedio para hacer vueltas de soporte en Barranquilla, compras, pagos, tramitar el sobregiro del banco y hacerle seguimiento a las Actas de Obra, pues esa era la labor principal a mi cargo, asegurar el flujo de fondos para atender las obras.

El Ingeniero Gómez, el Residente Interventor, funcionario del Ministerio de Obras, oriundo de Riohacha, era reacio a viajar a Calamar, al principio iba una o dos veces por semana, pero con el avance de los trabajos, espacio sus visitas, hasta que fueron solo una por mes, para medir el avance de los trabajos y hacer el acta mensual de obra.

Era difícil convencerlo de que fuera, decía que “era mejor estar preso en Barranquilla que suelto en Calamar”.

Calamar es una población de clima ardiente, con temperaturas muy altas, prácticamente insoportables trabajando al rayo del sol, por lo que la jornada de trabajo se iniciaba a las cinco de la mañana, se paraba a las diez y se reiniciaba a las tres de la tarde, extendiéndose hasta las seis para completar las ocho horas de trabajo de la jornada.

Los trabajos se realizaban desde un planchón en cuya cubierta se había instalado un martillo de hinca.

A bordo del planchón la sensación de calor era aún mayor, además del efecto del reflejo de los rayos del sol en el espejo del rio, las planchas de la cubierta del planchón y las tablestacas metálicas se calentaban y era como estar encima de una estufa, para mitigar el calor, la cubierta y las tablestacas se rociaban permanentemente con agua bombeada del rio; se podía ver como el agua se evaporaba casi como cuando se pone agua en la superficie caliente de una plancha eléctrica.

El único restaurante del pueblo era en realidad una caseta al lado de la carretera, cerca del puente, donde los ocasionales buses de pasajeros o camiones, paraban para que los pasajeros se aprovisionaran de gaseosas o cervezas frías y al medio día, un almuerzo con una porción de pescado frito y arroz con ñame o yuca y tajadas de plátano maduro.

Yo habitualmente viajaba muy temprano desde Barranquilla, en la camioneta de la compañía manejada por un conductor. Se empleaban unas dos horas en el recorrido. Al llegar a Calamar, de desayuno, una taza de café negro con una buena porción de queso salado, eventualmente una arepa de huevo, a veces una posta de bocachico frito con patacones.

El viaje tempranero tenía el atractivo de que estaría de regreso en Barranquilla a tiempo para un buen almuerzo.

Pero no siempre se podía, de modo que en ocasiones había que permanecer hasta la tarde, entonces entendía la reticencia del ingeniero Gómez, pues además de lo precario del restaurante, prácticamente no había nada que hacer. A mediodía, el calor era tan sofocante que el pueblo parecía desierto pues sus habitantes se refugiaban en sus casas para evitar la canícula.

La única distracción que ofrecía el pueblo era el juego del billar, en la caseta donde funcionaba el restaurante había también un par de mesas de buchácara y una solitaria mesa de billar convencional.

En una de esas ocasiones en las que hubo que permanecer en la población todo el día, después de almorzar en el restaurante y no habiendo nada más que hacer, para pasar el tiempo le propuse a Berdugo, el conductor de la camioneta que jugáramos un chico de billar. Yo no era un buen jugador, pero esa era la única distracción.

Berdugo se negó a jugar, aduciendo que él “no jugaba billar”.

Como éramos los únicos presentes en el lugar, le insistí y él se mantuvo en su negativa, de modo que no tuve otra alternativa que decirle que mi propuesta no era opcional, que era una orden; además, decidí que el chico fuera a cincuenta carambolas.

Y le indique que él saldría es decir que el haría la primera tacada.

Y él, disgustado y muy serio, cumpliendo la orden, salió; anotó aquella carambola y siguió anotando una a una, sin parar hasta completar las cincuenta.

Cuando terminó, ni siquiera sonrió, yo estaba perplejo (y aun hoy, cuarenta y cuatro años después, me sorprendo del evento). Le espeté, “Berdugo, pero Usted me dijo que no jugaba billar”.

Y él, todavía serio, me contestó, “Ingeniero y es cierto, yo le dije que no juego billar, no que no sepa jugar; yo no juego billar porque mi esposa me lo prohibió.”

II- Eso le pasó por avión

Estábamos iniciando las obras civiles de la segunda unidad de la Termoeléctrica de la Guajira ubicada en el municipio de Mingueo, equidistante de Riohacha y Santa Marta. Formábamos el grupo de dirección de la obra, un grupo pequeño, solo seis personas, y casi todos nos conocíamos por haber trabajado en proyectos anteriores, excepto por Pedro, el Administrador de la Obra, que venía de otra empresa.

Era sábado y después de haber pagado la primera nómina catorcenal, viajamos juntos a Santa Marta para descansar durante el fin de semana. Era también nuestra primera salida colectiva, habíamos compartido el mismo transporte y el viaje había sido “por entre las tiendas”, de manera que la parada en el hotel que habíamos reservado para todo el grupo, fue solo para registrarnos y dejar los equipajes; seguimos hacia un bar por recomendación de alguien del grupo, tal vez el Nato Barragán, encargado de personal y baquiano en la zona.

Al cabo de unas pocas cervezas adicionales, alguien propuso jugar al billar, y para que todos participáramos se estableció que se jugaría por parejas. Cuando nos aprestábamos para conformar los grupos, Pedro dijo que mientras nos organizábamos él iba al hotel por su taco.

Como nos conocíamos, formamos las parejas de manera tal que los chicos de billar resultaran relativamente balanceados, Alberto Ayala, muy hábilmente manejó la repartición para hacer pareja con Pedro.

Dos parejas iniciaron el juego, sin incidentes mayores, ya que nos conocíamos bien, los comentarios eran los de siempre, los que se hacen entre un grupo de asiduos contertulios.

Pedro regresó del hotel y ensambló su taco, Alberto sonreía ladinamente, pues se sabía ganador, él era un jugador razonablemente bueno, pero con Pedro, que debería ser muy buen jugador, la suerte estaba echada.

Cuando les llegó el turno de jugar a Alberto y a Pedro, y como todos los demás nos conocíamos y sería bueno catear al nuevo, le pedimos a Pedro que hiciera la primera tacada, la tacada de salida.

El hombre cuadró las bolas asegurándose de que quedaran en la posición teórica mandada por los cánones, entizó el taco con el mejor estilo, revisó nuevamente los ángulos de la carambola, se cuadró en perfecta posición para tacar y … se pifió en la tacada.

La carcajada fue espontanea, masiva, exultante como cuando se canta un gol y en medio de la algarabía de nuestras risas alcanzamos a escuchar a Alberto, el único que no se rio, cuando exclamó, “¡No joda, la cagué!”

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Eduardo Torres

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